viernes, 19 de diciembre de 2008

••novusvitae..

Lázaro corre sin control por la ciudad en ruinas. Todo a su alrededor está destruido. Los edificios comerciales, las grandes torres, los parques, las casas... todo cae a pedazos, batallando por mantenerse en pie después del fuego y las ondas sísmicas. La guerra se había llevado todo. Sólo bastó que alguien empezara, luego los demás lo siguieron. Armas devastadoras, producto del hecho de no saber cuándo detenerse. Nucleares, bacteriológicas, químicas... qué importa. Finalmente consiguieron su cometido. Toda la vida en el planeta era historia. Toda menos Lázaro.

Medio enloquecido, se detiene. Sus ojos, muy abiertos, irritados y llorosos. Resopla. Se recarga, sin darse cuenta, en la pared. Su mano se topa con algo afilado. Un pedazo de metal de los tantos que cayeron al suelo desde las alturas, cuando algo demoledor convirtió las maravillas en añicos. El hombre observa la improvisada arma con mirada idiota. Como un poseso, rebana en grandes y repetidas tajadas su muñeca izquierda. No detiene el salvaje acto hasta que su mano cercenada cae al suelo en medio de un charco de sangre. Grita, tropieza y, finalmente, cae al suelo, boca arriba, sobre un montón de escombros. El sangrado se ha detenido. Su nueva mano empieza a formarse. Recuerda involuntariamente... la memoria regresa atrás. El laboratorio. Era completamente feliz metido ahí dentro, rodeado de tubos de ensayo, matraces y químicos mezclados. Horas y horas de investigación buscando el sagrado grial: la inmortalidad. En teoría, es posible. Las células se oxidan, se ‘desgastan’. La regeneración de los motores biológicos necesarios cesa... los motivos son muchos. Lo que él buscaba era una manera de acelerar las células para reconstruirse a sí mismo de manera indefinida. ‘Afinar’ el mecanismo humano. Perfeccionar la fábrica...

Éxito. Sí señor... obviamente él fue el primero en probarlo. Funcionó. Por Dios, vaya que funcionó. Su cuerpo se regeneraba a una velocidad pasmosa. Cualquier corte, cualquier herida, era reparada en segundos. ¿Comer? ¿Dormir? Pronto descubrió que no necesitaba nada, simplemente vivía. Su cuerpo era su propia fuente de energía, reconstruyéndose, nutriéndose a sí mismo innumerables veces, autorreciclándose sin fin. Luego, la luz. El ruido, la explosión. Abrió los ojos y quitó los escombros que habían caído sobre él. Descubrió con horror que había perdido una pierna, pero vio con más horror aún el muñón pegajoso que crecía en su lugar. El muñón que sería una pierna completa y funcional en cuestión de horas. El mundo había muerto. El mundo lo había pasado por alto encerrado en su santuario científico, mientras afuera, la guerra estallaba. Y finalmente, llegó a su fin llevándose todo al diablo. ¿Cuántas veces había intentado suicidarse? Su cuerpo perfecto, carcelero inagotable de su propia alma, se negaba a morir. No podía morir. Había intentado todo... todo en un mundo sin vida más que la suya, perfecta. El calor, el frío, el agua, la gravedad... su cuerpo respondía y se recomponía siempre. Creaba miembros, reparaba heridas, se nutría de sí mismo, aumentaba o disminuía sus funciones, todo con la premisa de vivir. Ni la radiación había podido matarlo. Sus ropas, hechas jirones, estaban llenas de sangre seca. Pero su cuerpo no tenía una sola cicatriz.

Tenía una última esperanza. Sabía de algo tan absolutamente destructivo que quizá le mataría. Miró el sol, en lo alto. Con el tiempo el astro moriría y se llevaría todo el sistema con él, en su calor abrasador. Sonrió. Sólo debía esperar. Se quedó ahí, tirado, sintiendo el cosquilleo de su nueva mano, mirando el cielo. ¿Qué es un par de miles de millones de años? Pan comido.


Tatiana Ortiz Loyola Modilevsky

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